Hace no muchos años me hablaron de una pobre mujer, Angustias de nombre, que a pesar de sus pocos años había ya padecido mucho. Como consecuencia de tanto sufrimiento y de su precaria vida de piedad, fue perdiendo la fe y su confianza en Dios. Por si faltaba algo, su marido hacía unos meses que se había quedado sin trabajo y apenas si tenían para vivir ellos y sus cuatro hijos.
Conociendo Consuelo, una amiga suya, el mal estado emocional en el que se encontraba fue un día a visitarla.
- ¡Hola, Angustias! ¿Cómo te encuentras?
- No tan bien como deseara. La verdad es que últimamente estoy con la depre. Ya sabes todo lo que nos está ocurriendo. – Respondió la amiga.
- Lo que debes hacer es tener fe. ¡Pídele a Dios y verás como te ayuda!
- Dios me ha abandonado. Al principio rezaba, pero me aburrí. No sé si habrá alguien arriba porque por más que le pido no me responde.
Angustias, durante sus años mozos, había sido una “buena cristiana”; pero luego, cuando la vida empezó a azotarle, y debido también a que su marido era poco practicante, se fue separando de Dios y de la vida de piedad.
Acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial. Muchos países estaban en el caos. Faltaban hospitales, medicinas y muchas cosas de primera necesidad. Quienes más sufrían eran los niños por la falta de alimento. Los hechos que vamos a relatar nos sitúan en un pueblecito pequeño de Alemania en las fechas cercanas a la Navidad.
Había en ese pueblecito no más de doscientos habitantes. Bastantes familias habían perdido durante la guerra a los padres y abuelos. El hambre y la desnutrición era el visitante más común de todos los hogares. Las cosechas habían sido destruidas por la guerra.
Como se acercaba la Navidad, el único panadero que había quedado en el pueblecito pensó hacer una buena obra y dar una hogaza de pan cada día a los niños que vinieran a recogerla a su panadería. Después de haberlo anunciado debidamente en la plaza del pueblo, preparó veinte hogazas, unas más grandes y otras más pequeñas, con la masa que le había sobrado.
En esto que llamó a los niños, los cuales no tardaron ni un minuto en llenar la pequeña habitación que servía de tienda para vender el pan. El panadero, a quien llamaremos convencionalmente Honorato, puso un poco de orden y les dijo que se acercaran para coger cada uno un pan. Acababa de dar el silbato de salida cuando los niños se abalanzaron a coger su hogaza de pan, a cual más grande y salir corriendo hacia su casas para entregarlas a sus madres. Ninguno se detuvo un segundo para darle las gracias a Honorato, pero a él no le preocupó mucho; si había hecho este gesto era por caridad y no esperaba ningún reconocimiento a cambio. Al final quedó una niña pequeña en un rincón de la habitación, la cual sin atreverse a levantar los ojos oyó al panadero que le decía:
Un hombre cogía cada día el autobús para ir al trabajo. Una parada después, una anciana subía al autobús y se sentaba al lado de la ventana. La anciana abría una bolsa y durante todo el trayecto, iba tirando algo por la ventana.
Siempre hacía lo mismo y un día, intrigado, el hombre le preguntó qué era lo que tiraba por la ventana.
— ¡Son semillas! — le dijo la anciana.
— ¿Semillas? ¿Semillas de qué?
—- De flores. Es que miro afuera y está todo tan vacío… Me gustaría poder viajar viendo flores durante todo el camino. ¿Verdad que sería bonito?
— Pero…tardarán en crecer, necesitan agua…
— Yo hago lo que puedo hacer. ¡Ya vendrán los días de lluvia!
El padre de Pedro murió como consecuencia de la miseria. Seis meses más tarde, su esposa lo siguió, consumida por las privaciones.
—Adiós, dijo la mujer al hijito, te dejo solo aquí en la tierra; sé bueno y persevera en la oración, que un día nos encontraremos en el cielo.
Pedro quedo solo en el mundo. Tenía apenas seis años, y una vecina caritativa lo acogió, dividiendo con él su pan de cada día. Entretanto, por más que se esforzaba en cuidar del niño, el corazón del pequeño huérfano estaba siempre junto a sus padres ausentes, que ansiaba por reencontrar.
En una de las largas noches que pasaba despierto, fue tomado por un pensamiento:
—¡Ah, el cielo! Debe de ser un lugar de mucha alegría, porque papá y mamá fueron allí y no pensaron siquiera en volver. Estoy seguro de que en el cielo no debe de faltar nada. Pero… ¿Por qué ellos no me llevaron también? ¡Si yo pudiese ir a su encuentro, los abrazaría y besaría!
Desde aquél día, Pedro se le metió en la cabeza la idea de partir para el cielo en busca de sus padres. Cierta mañana, sin decir nada a nadie, juntó en un fardo la poca ropa que tenía y se puso en camino. Después de mucho andar, llegó a una aldea. Llegó tan exhausto que cayó delante de una puerta donde había una cruz. Era la casa parroquial de la iglesia del pueblo.
El buen sacerdote oyó un gemido y corrió para ver qué era, encontrando el niño postrado en el suelo.
—¿Quién eres tú, pobre criatura, y de dónde vienes?
—Yo soy Pedro, papá y mamá me dejaran solo y se fueron ambos para el cielo. Mamá me dijo que los encontraría un día allá, con la condición de que fuese bueno y rezase siempre. ¿Pero dónde está este bendito cielo? ¡Hace tanto tiempo que estoy andando para encontrarlo!
—Ven conmigo, pobre pequeño, dijo el padre enternecido. Vamos juntos a buscar a tus padres.