San Felipe Neri consideraba que la primera virtud de un santo es la humildad. Había en su época una religiosa de la que todos hablaban, pues se decía que tenía revelaciones. Un día, el Papa mandó precisamente al padre Felipe a aquel convento para que valorara la santidad de la monja.
El tiempo empeoró y la lluvia caía como sólo Dios la sabe mandar, así que Felipe Neri se puso de barro hasta las rodillas.
Llegado al convento, preguntó enseguida por la monja y…. ahí viene: seria, muy seria, afligida, totalmente perdida en Dios.
El santo se sienta, extiende la pierna y dice a la monja:
—¡Quitadme los zapatos!
La monja se enfureció. Alzó el mentón y permaneció inmóvil e indignada.
Había un hombre muy rico que poseía muchos bienes, una gran estancia, mucho ganado, varios empleados, y un único hijo, su heredero.
Un día, el viejo padre, ya avanzado en edad, dijo a sus empleados que le construyeran un pequeño establo.
Dentro de él, el propio padre preparó una horca y, junto a ella, una placa con algo escrito: “Para que nunca desprecies las palabras de tu padre”.
Más tarde, llamó a su hijo, lo llevó hasta el establo y le dijo:
—¡Esta horca es para ti! Te conozco muy bien y sé que cuando yo falte dilapidarás toda la herencia viviendo malamente. Quiero que me prometas que, si sucede lo que yo te he dicho, no te suicidarás con veneno o disparándote un tiro sino que te ahorcarás en ella.
En cierta ocasión a San José María Rubio, S. J. (fallecido en 1929), una mujer mayor le dijo:
—Venga esta tarde a confesar a un moribundo – y le dio la dirección.
Cuando el P. Rubio llamó a la dirección indicada abrió un joven, que no tenía aspecto de estar enfermo. Pensando que podría haber otra persona, dio el nombre del indicado por la señora como moribundo.
—Soy yo – respondió.
—Perdone, me habían dicho que había un moribundo.
El hombre se echó a reír. Al ver el aspecto cansado del sacerdote lo invitó a pasar y sentarse. Allí pudo ver la foto de la misma señora que aquella mañana le había dado la dirección del “enfermo”.
El amor entrañable del Padre Pío a la Virgen se expresaba de modo particular por el rezo del Santo Rosario. Él siempre llevaba un rosario enrollado en la mano o en el brazo, como si fuera un arma contra toda clase de enemigos. Lo rezaba de continuo. En una nota, dejó escrito: "Diariamente recitaré no menos de cinco rosarios completos"
En cierta ocasión visitaba a San Pío de Pietrelcina el obispo Pablo Corta, juntamente con un amigo suyo, oficial del ejército italiano. El obispo le pedía, bromeando, al Padre Pío, un billete de entrada al Paraíso para el militar…
El Padre Pío, le respondió, sonriente:
—¡Ah! ¡Sí, sí!… Con mucho gusto… Para entrar en el Paraíso se requiere algo muy importante… Hay que contar con el billete de acceso a la Santísima Virgen. Si esto se consigue, lo hemos conseguido todo…Ella es la Puerta del Cielo… Y el billete que te permite el ingreso en el Cielo es el Santo Rosario… ¡Este es el billete!… ¡Toma, pues, toma el billete para entrar en el Cielo! – le dijo al militar, mientras con su mano le alargaba un rosario…