El cuento que les voy a contar hoy es ya muy conocido; pero aunque lo sea, siempre es bueno recordarlo. Tendríamos que aprender a reaccionar ante los problemas de la vida como cristianos que somos; o al menos, como el burro de nuestra historia.
Un día, el burro de un aldeano se cayó a un pozo. El pobre animal estuvo rebuznando con amargura durante horas, mientras su dueño buscaba inútilmente una solución. Pasaron un par de días, y al final, desesperado el hombre al no encontrar remedio para aquella desgracia, pensó que, como el pozo estaba casi seco y el burro era ya muy viejo, realmente no valía la pena sacarlo, sino que era mejor enterrarlo allí. Pidió a unos vecinos que vinieran a ayudarle. Cada uno agarró una pala y empezaron a echar tierra al pozo, en medio de una gran desolación.
El burro advirtió enseguida lo que estaba pasando y rebuznó entonces con mayor amargura. Al cabo de un rato, dejaron de escucharse sus lastimeros quejidos. Los labriegos pensaron que el pobre burro debía de estar ya asfixiado y cubierto de tierra. Entonces, el dueño se asomó al pozo, con una mirada triste y temerosa, y vio algo que le dejó asombrado. Con cada palada, el burro hacía algo muy inteligente: se sacudía la tierra y pisaba sobre ella. Había subido ya más de dos metros y estaba bastante arriba. Lo hacía todo en completo silencio y absorto en su tarea. Los labriegos se llenaron de ánimo y siguieron echando tierra, hasta que el burro llegó a la superficie, dio un salto y salió trotando pacíficamente.
Hace unos años alguien, que ahora mismo no recuerdo, me contó una bella historia sobre aprender a valorar las cosas que tenemos; cosas que por tenerlas siempre a mano no le damos mucha importancia hasta que... Permítame que pase directamente a contarte lo que me acuerdo de ella.
Había una joven de unos cuarenta años que era bastante acomodada: Tenía de todo, un marido maravilloso, hijos perfectos, un empleo estable en una tienda de alta costura, una familia unida. Lo extraño es que ella no conseguía conciliar todas sus actividades. El trabajo y los quehaceres le ocupaban todo el tiempo y su vida siempre andaba coja en algún área. Si el trabajo le consumía mucho tiempo, ella lo quitaba de los hijos; si surgían problemas, ella dejaba de lado al marido... Las personas que ella amaba eran siempre dejadas para después. Hasta que un día, su padre, un hombre muy sabio que en repetidas ocasiones había hablado con su hija de ese problema, le dio un regalo. Con la excusa de que era su cumpleaños le regaló una planta de la familia de las orquídeas que daba sólo una flor de vez en cuando, pero precisamente por ello tenía un valor incalculable; tanto, que según contaba la historia, años atrás hubo otro ejemplar en el mundo en manos del sultán de Pulmankar, pero que ya había muerto.
Hace ya muchos, pero que muchos años, hubo en Florencia un obispo que tenía gran afición por la pintura. Entre muchas de sus actividades planificó contratar a un buen pintor para que decorara la Capilla de la Comunión de la Catedral con frescos sobre la vida de Jesús. A los pocos años encontró a un joven pintor recién llegado de Lisboa, que atraído por la pintura italiana del renacimiento había venido a Florencia para aprender esas técnicas. Uno de los canónigos del cabildo catedralicio, que era también portugués, avisó al señor obispo del hecho y le dijo que este nuevo pintor venía precedido de muy buena fama que se había ganado trabajando para varios señores en Oporto. Nuestro joven pintor fue llamado por el señor obispo, quien le propuso el nuevo trabajo.
- Mire usted –dijo el obispo-, necesito que estas paredes de la Capilla de la Comunión sean cubiertas con frescos de la vida de Jesús: el Nacimiento, la Pérdida de Jesús en el Templo…, y en aquella otra extremo pinte a los Doce Apóstoles con el Señor…, y más allá la Crucifixión y Enterramiento de Nuestro Señor.
Nuestro pintor, Francisco Gonçalves de nombre, movido más por el hambre que por el deseo de trabajar, hizo los primeros bocetos que rápidamente fueron aprobados por el señor obispo. Así pues, después de la Semana Santa del 1462 se dispuso a comenzar su obra. Varios años le llevó pintar el Nacimiento de Jesús, el episodio de la Pesca Milagrosa, la Crucifixión…
Una de las cosas que más nos cuesta aceptar son los caminos que Dios tiene “preparados” para cada uno de nosotros. Es muy habitual que intentemos llevar a Dios por nuestros caminos y no por los que Él tenía previsto. Cuando esto hacemos, lo único que demostramos es nuestra poca inteligencia, nuestra falta de confianza y nuestra escasa docilidad a su voluntad. Todos los días le decimos a Dios “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”, pero luego, a la hora de la verdad, da la impresión que eran palabras huecas, dichas con los labios pero no con el corazón.
Hace unas semanas escuché una sencilla historia que habla precisamente de esto; de la confianza en Dios y de ser dóciles a sus planes.
Érase una vez un niño que vivía con su padre junto a un gran dique de retención que se había construido cercano al nacimiento de un río. Este dique era muy importante para proteger una pequeña villa que había a las faldas de la montaña; especialmente al comienzo de la primavera, cuando las abundantes lluvias y el deshielo hacían su presencia en este bellísimo valle perdido de las montañas del Tirol.
Todos los días el padre iba a trabajar a la montaña detrás de su casa y volvía por la tarde con una carretilla llena de tierra.