Érase una vez una familia de granjeros que vivía en su granja a unos diez kilómetros de un pueblecito de Cáceres allá por los años cuarenta del siglo pasado. Los pobres granjeros llevaban años luchando contra una plaga de ratones que se comían el grano e incluso entraban a la cocina de la casa y robaban todo lo que podían.
Por esos días pasó por el pueblo un buhonero con su carro tirado por una mula vieja, delgada y cansina en el andar. Cuando nuestros granjeros supieron que el buhonero estaba en el pueblo, se acercaron a preguntarle:
- Disculpe, Sr. Buhonero, ¿no tendría usted una trampa para cazar ratones? Es que tenemos una plaga de ratones en la granja y no hay modo de terminar con ellos.
El Sr. Buhonero buscó entre sus pertenencias y encontró lo que le habían pedido. Puso el cepo en una cajita de cartón y se lo entregó a nuestros granjeros a cambio de dos kilos de trigo.
Cuando los granjeros llegaron a su casa, se dispusieron a preparar la trampa; pero no se dieron cuenta que un ratón había estado mirando por un agujero pequeño que había en la pared de la cocina. En su mente, nuestro amigo Ratón, se imaginó un buen trozo de queso o cualquier otra comida apetitosa que sus señores acababan de comprar; pero cuando abrieron el paquete quedó aterrorizado al descubrir que era una trampa para cazarle a él
Tremendamente asustado, fue corriendo al patio de la granja para advertir al resto de los animales que allí vivían:
Dos amigos se encontraban tomando un café y uno le comenta en tono de queja al otro:
- Mi mamá me llama mucho por teléfono para pedirme que vaya a conversar con ella. Yo voy poco y en ocasiones siento que me molesta su forma de ser. Ya sabes cómo son los viejos: Cuentan las mismas cosas una y otra vez. Además, nunca me faltan compromisos: que el trabajo, que los amigos...
- Yo en cambio - le dijo su compañero, converso mucho con mi mamá. Cada vez que estoy triste, voy con ella; cuando me siento solo, cuando tengo un problema y necesito fortaleza, acudo a ella y me siento mejor.
- Caramba, se apenó el otro. Eres mejor que yo.
- No lo creas, soy igual que tú, respondió el amigo con tristeza. Visito a mi mamá en el cementerio. Murió hace tiempo, pero mientras estuvo conmigo, tampoco yo iba a conversar con ella y pensaba lo mismo que tú. No sabes cuánta falta me hace su presencia, cuánto la echo de menos y cuánto la busco ahora que ha partido.
Cuenta la historia que tres montañeros que se habían ido a escalar a los Andes, se perdieron en la montaña como consecuencia del mal tiempo, la nieve y el desconocimiento del terreno. Durante tres días estuvieron andando sin rumbo y sin esperanza. Por más que buscaron no encontraron ningún poblado, ni cabañas, ni personas que les pudieran dar alguna indicación e incluso algo de alimento. Al final, lo único que les quedó para comer fue una manzana, por lo que empezaron a pasar hambre. En esto que se les apareció Dios y les dijo que probaría su sabiduría, y que dependiendo de lo que respondieran Él les salvaría.
Les preguntó entonces Dios qué podían pedirle para arreglar aquel problema y que todos se alimentaran.
El primero dijo:
"Pues que aparezca más comida".
Dios contestó que era una respuesta sin sabiduría, pues no se debe pedir a Dios que aparezca mágicamente la solución a los problemas, sino trabajar con lo que se tiene.
Dijo el segundo entonces:
"Entonces haz que la manzana crezca para que sea suficiente".
Cuentos con moraleja: “El agua que quería ser fuego”
Cuando en el infinito amor de Dios cada uno de los hombres fue creado, fue dotado de una serie de talentos, talentos que Dios quiso especialmente para cada uno y que nosotros hemos de hacerlos crecer.
Una de las cosas que más nos cuesta aprender en esta vida es reconocer las facultades que Dios nos dio. Con mucha frecuencia tenemos envidia porque fulanito recibió más talentos que yo, o porque tiene aptitudes que a mí me gustaría tener; y no sabemos que cada uno de nosotros es el resultado del amor personal de Dios, y si así nos quiso es porque era lo mejor para nosotros. Con mucha frecuencia el hombre tarda años en ser consciente de ello; es más, hay personas que nunca se dan cuenta o no terminan de aceptarlos. No hemos de tener envidia de los demás y de sus talentos, estemos contentos con los nuestros y esforcémonos en hacerlos crecer. Precisamente en el éxito de cumplir esta misión estará nuestra felicidad aquí en la tierra y luego, el regalo eterno del cielo (Mt 25: 14-30).
Yo recuerdo cuánto me costó aceptarme como Dios me había hecho. Me habría gustado ser un poco más listo, más honesto, más alto, más guapo... Con frecuencia intenté presentar una imagen ante los demás aparentando unos dones que no tenía; en cambio me avergonzaba, o al menos no sacaba provecho de los regalos que Dios me había dado. Tuvo que pasar mucho tiempo, hasta que la edad, los tropezones, y sobre todo la gracia de Dios, me ayudaron a conocerme como era, aprovechar mis dones, aprender a estar en mi sitio –que es el que Dios quería-, y aceptarme sin pretender ser otro.