La Cuaresma de Jorgito no marchaba bien. Nuestro protagonista (que es pequeño, pero no tonto) se dio cuenta de que algo fallaba. Cada día que pasaba se notaba más frio, con mayor dureza de corazón; estaba irascible y distraído. Por si fuera poco, su gran Amigo, Jesús, no se le aparecía en la oración de las noches, y aunque lo buscaba, terminaba durmiéndose en la soledad oscura de su dormitorio. Jorgito andaba preocupado.
Llevaba así desde Miércoles de Ceniza. Ese día, acudió a Misa junto a su familia; como todos los años. Pero, en esta ocasión, se percató de la actitud del resto de feligreses, y en especial, de los niños de catequesis. Obligado por don Antonio a “ponerse las cenizas”, la Santa Misa se convirtió en un vaivén de niños lectores, de risas burlonas ante los atragantos de lectura, y de padres aburridos ojeando el reloj sin pudor alguno, a la espera de que llegara el socorrido “Podéis ir en paz”.
En realidad este relato no es un cuento sino un hecho real que según cuentan los historiadores ocurrió en la aldea de Cebreiro entre el siglo XIII y el XIV
Los romanos fueron quienes abrieron una vía de acceso a Galicia a través del puerto de Piedrahita del Cebreiro, que tiene 1.109 metros de altitud. Desde allí, se divisan varios montes y valles que forman una bella policromía con sus colores verdes, azules y rosáceos. En el invierno la nieve cubre de blanco muchos días los montes, las casas y el pequeño monasterio.
El camino hecho por los romanos, fue después paso obligado para ir de toda España a Santiago de Compostela. Por él caminaron gentes de diversas razas y peregrinos de la fe, siguiendo el camino trazado por el cielo: la Vía Láctea o Camino de Santiago. Por allí pasaron reyes y príncipes, santos y pecadores, guerreros y gentes de paz. Pasaron y siguen pasando, pues siempre hay razones para ir a Compostela, ganar el Jubileo y postrarse ante el cuerpo del apóstol.
Un anciano sacerdote que llevaba más de 50 años destinado en Guanay (Bolivia), todos los años, al comenzar la Cuaresma, solía dar alguna charla sobre la misma a sus parroquianos más fieles. Dándose cuenta de que la vida fácil y cómoda iba siendo un obstáculo para muchos de ellos para perseverar en la fe, les relató este cuento:
Había una vez un padre con tres hijos. Los llamó y les dijo:
—Hijos míos, yo ya soy muy viejo. Voy a morir y vosotros no conocéis aún el poblado del que vienen vuestros antepasados. Así que poneos en marcha, id y saludad a la familia. Pero tendréis que ir a pie, porque no hay caminos, pero para lo que pueda haceros falta cada uno llevará un tronco de árbol que yo os daré.
El poblado estaba muy lejos, pero los hijos obedecieron. Al poco de comenzar a caminar, el mayor dijo:
—Lo que papá nos pide es absurdo; es imposible andar con este peso encima.
Cuentan que hace mucho tiempo vivía en la zona campesina de Chila (Buenos Aires) una pareja de esposos ya muy ancianos, de extrema pobreza, no habían tenido hijos y vivían solo de la caridad de la gente de la aldea. Cada día salía él hacia el mercado con la esperanza de conseguir alguna cosa para comer en la noche junto a su amor. Su único tesoro era una vieja pipa de madera que hacía mucho tiempo no veía el tabaco pero él se la colgaba en la boca, para espantar un poco el hambre del día.
Ella se sentaba a media mañana en la entrada de la choza que habitaban y peinaba mil veces sus largas trenzas, su máximo tesoro y su orgullo, sin embargo el pelo blanco y largo hacia mucho que no conocía algún peine pues el último que había tenido hacia mucho que se había destrozado y ya no pudo conseguir otro. Al ponerse el sol llegaba él con alguna bolsa de fruta que alguien le había regalado, así era día a día.
Llegó el día del aniversario de bodas, y el salió como cada mañana temprano, pensando qué le regalaría a ella, nada tenía y el día se veía negro. Por su parte ella se sentó en la puerta de la casita pensando cómo celebrar si no había con qué. Sin embargo al llegar la tarde él llegó con un pequeño paquete que le dio con un suave beso en la frente —feliz aniversario— ella sacó de debajo de la silla también un paquete que le entregó con una gran sonrisa, al abrir cada uno su regalo, se miraron y sollozaron en silencio disfrutando del gran amor que Dios les estaba demostrando.