El cuento de hoy trata de un difunto, anima bendita camino del cielo donde esperaba encontrarse con Dios para el juicio final. En la conciencia, además de llevar muchas cosas negras, tenía muy pocas positivas que hacer valer. Buscaba ansiosamente recuerdos de buenas acciones que había hecho en sus largos años de usurero. Después de mucho buscar sólo encontró algunos recibos donde ponía: “Dios me lo ha pagado”.
La cercanía del juicio de Dios lo tenía muy preocupado.
Se acercó despacito a la entrada principal, y se extrañó mucho al ver que allí no había que hacer cola. O bien no había demasiados clientes o quizá los trámites se realizaban sin complicaciones.
Quedó realmente desconcertado cuando se percató no sólo de que no se hacía cola sino que las puertas estaban abiertas de par en par, y además no había nadie para vigilarlas. Hizo palmas y gritó el Ave María Purísima. Pero nadie le respondió. Miró hacia adentro, y quedó maravillado de la cantidad de cosas bonitas que se distinguían. Pero no vio a nadie; ni ángel, ni santo, ni nada que se le pareciera. Se animó un poco más y la curiosidad lo llevó a cruzar el umbral de las puertas celestiales. Y nada. Se encontró dentro del paraíso sin que nadie se lo impidiera.
—¡Caramba — se dijo — parece que aquí deben ser todos gente muy honrada! ¡Mira que dejar todo abierto y sin guardia que vigile!
Taisid, se quedó huérfano de madre desde muy niño, por tanto no tuvo el dulce calor de una madre. Sólo recordaba que siendo él niño, los sacerdotes vestidos de negro se la llevaron un día de casa para siempre.
A los quince años marchó del pueblo en busca de aventuras. Y se enroló en la embarcación de unos piratas y pescadores de perlas. En el barco, casi todos los días había riñas, broncas y golpes. Pero aquella vida aventurera por puertos y mares buscando perlas en el fondo del mar no le daban la alegría y la paz que él buscaba para su alma.
Un día, navegando en mar tranquila, sopló el viento con tal fuerza que los marineros no podían gobernar la embarcación. De pronto, sintieron un fuerte golpe en el fondo de la nave. Esta quedó quieta. Habían encallado.
El jefe de la tripulación llamó al joven Taisid, le hizo ponerse el traje de buzo para que descendiera y observara bien el casco del buque por si había alguna avería. Taisid bajó. Examinó el casco del buque y vio que estaba intacto, pero el barco estaba aprisionado entre dos rocas. Había que esperar, pues, a que subiese la marea para que el barco flotara de nuevo.
Taisid, antes de subir a la superficie, miró a todas partes y vio, con gran sorpresa, un esqueleto humano. Se acercó a él y vio que, rodeándole el cuello, tenía una cadenita de plata y en ella un relicario. Cogió el joven pescador la cadenita y el relicario. Subió a cubierta y dio cuenta al patrón del estado del buque.
Taisid se retiró a su cámara y abrió, lleno de curiosidad, el relicario. Esperaba encontrar dentro de él algún objeto de gran valor. Pero al abrirlo sólo encontró un pedazo de papel que decía:
La familia de Jorgito se encuentra en la casa de campo, disfrutando de un fin de semana primaveral. Durante la mañana, estuvieron trabajando en el pequeño huerto que la familia decidió plantar hacía unos meses —¡qué ilusión recoger los primeros guisantes verdes!—, y la tarde la emplearon en corretear por la finca en busca de las monedas de chocolate que les regaló la abuelita. La elaboración del mapa del tesoro les llevó algún tiempo, pero la búsqueda posterior entre árboles, matorrales y pedruscos mereció la pena.
Contemplando el atardecer, el padre, inspirado por el bello día, decide celebrar un Vía Crucis familiar:
—¡Hijos, necesito dos palos de madera! ¡Vamos a hacer una cruz!
—¿Para qué, papa? —pregunta curioso el hermano mayor.
—Ya lo veréis.
Los hijos se ponen en marcha y, en menos tiempo del que tardaron en devorar las chocolatinas, aparecen triunfantes con dos pequeños maderos en sus manos. El padre los engarza con un alambre que tenía en casa y, de esta forma, consigue una rudimentaria, pero noble, cruz.
Me quedé viuda muy joven y con tres hijos pequeños. Mi casa estaba ubicaba frente a la entrada de la Clínica Universitaria de Navarra, en Pamplona. Para ayudarme económicamente, alquilaba una habitación a algunos pacientes de la clínica que vivían fuera y buscaban dónde quedarse mientras duraba su tratamiento.
Una tarde de verano mientras preparaba la cena, escuché que llamaban a mi puerta. Abrí y vi a un anciano verdaderamente repugnante.
—Es un poco más alto que mi hijo de ocho años.- Pensé mientras miraba su cuerpo pequeño y arrugado. Lo más aterrador era su rostro, deformado a causa de la hinchazón, y las heridas que todavía estaban en carne viva. Sin embargo, su amable y dulce voz contrastó radicalmente el escenario cuando dijo:
—Buenas noches. He venido a ver si usted tiene una habitación disponible tan sólo por una noche. He venido esta mañana desde la costa para un tratamiento y no hay ningún autobús de vuelta hasta mañana temprano.