Érase una vez una pequeña vela que vivió feliz su infancia, hasta que cierto día le entró curiosidad en saber para qué servía ese hilito negro y finito que sobresalía de su cabeza. Una vela vieja le dijo que ese era su “cabo” y que servía para ser “encendida”.
—Ser “encendida” ¿qué significará eso? — Dijo la vela.
La vela vieja también le dijo que era mejor que nunca lo supiese, porque era algo muy doloroso.
Nuestra pequeña vela, aunque no entendía de qué se trataba, y aun cuando le habían advertido que era algo doloroso, comenzó a soñar con ser encendida. Pronto, este sueño se convirtió en una obsesión. Hasta que por fin un día se dejó encender. Y nuestra vela se sintió feliz por ser luz que vence a las tinieblas y le da seguridad a los corazones de los hombres.
Muy pronto se dio cuenta de que dar luz constituía no solo una alegría, sino también una fuerte exigencia… Sí. Tomó conciencia de que para que la luz perdurara en ella, tenía que alimentarla desde el interior, a través de un permanente consumirse… Entonces su alegría cobró una dimensión más profunda, pues entendió que su misión era consumirse al servicio de la luz y aceptó con fuerte conciencia su nueva vocación.
Había una vez un pincel que era la admiración de todos los demás lápices, pinceles y carboncillos, puesto que con él habían sido pintados los cuadros más hermosos que habían salido de ese taller. Cuando el pintor tenía que realizar una obra de calidad o un trabajo muy importante, siempre acudía a él, puesto que sus suaves cerdas eran las que más finos y delicados trazos dibujaban sobre el lienzo, y le daban un toque especial a cada detalle de la obra. Esto llenaba de orgullo a nuestro amiguito, que solía pasearse orondo por el taller, mirando por encima del hombro a los demás útiles de dibujo, puesto que sabía que él era el mejor. Todas las fibras y acuarelas del taller suspiraban por el galán.
Cierto día, un viejo plumín de tinta china, envidioso porque nuestro amiguito era el centro de la atención femenina del taller, sembró en él una inquietante cizaña. Le dijo:
—¿Tú te crees muy bueno? Pues lamento informarte que tú solo no vales nada. Jamás decides tú qué es lo que pintarás, o qué colores utilizarás, sino que eres un miserable esclavo del pintor que es quien te usa como a él se le da la gana.
Esto inquietó al pincelito. ¿Sería verdad lo que el plumín había dicho? ¡No! El pintor era bueno… Pero… si era así, ¿qué derecho tenía el pintor de hacer con él lo que quisiera? ¡El pincelito era el que se ensuciaba y el que se desgastaba al raspar contra el lienzo. ¿Por qué había de llevarse los laureles el pintor? La sombra de esta incomodidad quedó flotando en el ánimo del pincel…
Sucedió en octubre de 1928. El expreso del Pacífico había salido tres horas antes de la estación de Chicago, y en medio de un terrible temporal de lluvia y viento atravesaba la región próxima al Mississippi. Al llegar la noche, la visibilidad era nula y el potente haz de luz del faro de la locomotora se estrellaba contra la espesa niebla.
De pronto el fogonero una extraña y enorme sombra se agitaba junto a la vía y entre la niebla iluminada. Era algo inexplicable, que jamás había visto, pero que él interpretó como señales desesperadas de alguien que intentaba detener el tren. El maquinista se burló de las visiones del fogonero, pero éste, en un arrebato, manipuló la palanca del freno y el tren se detuvo con una fuerte sacudida.
Maquinista y fogonero bajaron a la vía para efectuar un reconocimiento, e instantes después con una carcajada, el maquinista señaló una pequeña mariposa que se había introducido por una ranura tras el cristal del faro delantero. Las alas del insecto, al proyectarse, aumentadas, como en una pantalla cinematográfica, es decir, sobre el fondo blanquecino de la niebla, fue lo que dieron al fogonero la errónea visión de una sombra que agitaba los brazos para detener el tren. El pobre fogonero bajó la cabeza avergonzado. Sabía que aquel acto impulsivo iba a costarle una dura sanción y tal vez la pérdida del empleo.
Volvió de la guerra con gran alegría de su mujer. Pero no era ya el mismo. Se pasaba el día sentado, la mirada perdida, brusco, sin sonreír, sin contar nada. La esposa buscó al brujo del poblado. Le expuso el caso y pidió algo que curase a su marido.
El brujo le dijo:
—Sí, lo haré, pero necesito un pelo del bigote de un león.
Ella regresó asustada a casa, pero decidió salir en busca del terrible animal. Cuando lo divisó quedó paralizada del miedo, pero el león huyó. Ella salía a la selva cada atardecer: siempre esperaba inmóvil pero cada día se aproximaba algo más. Hasta que por fin, acostumbrado el animal, se acercó y ella le dio un poco de leche. Así una y otra vez, con diferentes “regalos”.
Un día se aventuró a tocarle y el animal no huyó, ronroneando de placer por la caricia.
—Necesito algo de ti pero no deseo hacerte daño —le susurró la mujer cuando ya resultaba cercano y amigo.