Una de las tentaciones que tengo que superar todos los fines de semana es la de suprimir la predicación de la Santa Misa. He observado desde hace ya bastantes años, al menos en las parroquias donde yo sirvo, que puedes decir lo que sea que da la impresión que todo el mundo se ha vuelto sordo y duro de corazón. Ya les puedes predicar sobre la necesidad de la asistencia dominical a la Misa, ya sobre la conveniencia de confesarse frecuentemente; ya les puedes decir que hay que arrodillarse en el momento de la Consagración de la Misa, ya les aconsejes que comulguen de rodillas y en la boca…, parece ser que nadie escucha. Y por supuesto, cualquier mínimo planteamiento de llevar una seria vida espiritual está más que vedado. Si todos los domingos me preparo la predicación y predico es porque recuerdo lo que decía el Señor: “Si no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado. Pero ahora no tienen excusa de su pecado” (Jn 15:22); o lo que también decía San Pablo: “¡Ay de mi si no predicara!” (1 Cor 9:16). La verdad es que tengo que superar fuertes tentaciones de desánimo y de pensar ¿para qué predicar si todo va a seguir igual?
Todo el que hubiere hablado contra el Hijo del Hombre será perdonado. Si, no obstante, habla contra el Espíritu Santo, no alcanzará perdón ni en este siglo ni en el venidero. (Mt. 12, 32)
Además de los pecados mortales (pecados graves) y de los pecados veniales (pecados leves), hay otro calificativo de pecados justamente por ser pecados especiales y con un alcance de malicia diferenciado… trataré más abajo ese calificativo diferenciado.
Los pecados mortales (que son los pecados más graves) nos apartan de Dios y nos llevan al infierno. Solamente a través de una buena confesión, es que podemos ser perdonados. Para hacer una buena confesión es necesario tener fe en que el padre tiene el poder de absolverte (poder este dado por el mismo Jesucristo: Aquellos a quien les perdonareis los pecados, les serán perdonados; aquellos a quien se los retuvieseis, les serán retenidos – San Juan 20, versículo 23) Es necesario también estar arrepentido de haber pecado y prometer nunca más hacerlo nuevamente.
Los pecados veniales (que son los pecados leves como, por ejemplo, una pequeña mentira que no perjudique a nadie, una glotonería que no traiga perjuicios serios a la salud, etc.…) también nos apartan de Dios, pero no merecemos el infierno por causa de ellos, porque son culpas leves. Si morimos con pecados veniales, iremos a pagar nuestras culpas en el Purgatorio y después iremos al Cielo. Siendo Dios purísimo, imposible que se esté en Su Divina presencia, con ninguna mancha, por menor que sea. Los pecados veniales son perdonados rezando un Acto de Contrición o con arrepentimiento practicando algún otro acto de piedad.
La Virgen Santísima nos conceda como a su buen devoto San Alberto, el don de la sabiduría, para hacer mucho bien.
El primer paso para adquirir sabiduría es tener un gran deseo de instruirse (S. Biblia. Proverbios).
Alberto significa: "de buena familia" (Al = familia. Bert = buena).
Ya en su tiempo la gente lo llamaba "El Magno", el grande, el magnífico, por la sabiduría tan admirable que había logrado conseguir. Lo llamaban también "El Doctor Universal" porque sabía de todo: de ciencias religiosas, de ciencias naturales, de filosofía, etc. Era geógrafo, astrónomo, físico, químico y teólogo. La gente decía "Sabe todo lo que se puede saber" y le daba el título de "milagro de la época", "maravilla de conocimientos" y otros más.
Tuvo el honor San Alberto de haber sido el maestro del más grande sabio que ha tenido la Iglesia Católica, Santo Tomás de Aquino, y esto le aumentó su celebridad. El descubrió el genio que había en el joven Tomás.
Los primeros santos venerados fueron los discípulos de Jesús y los mártires (los que murieron por Cristo). Más tarde también se incluyó a los confesores (se les llama así porque con su vida "confesaron" su fe), las vírgenes y otros cristianos que demostraron amor y fidelidad a Cristo y a su Iglesia y vivieron con virtud heroica. La Iglesia reconoce santos del A.T.: patriarcas, profetas y otros. (Cf. Catecismo 61)
Con el tiempo creció el número de los reconocidos como santos y se dieron abusos y exageraciones, por lo que la Iglesia instituyó un proceso para estudiar cuidadosamente la santidad. Este proceso, que culmina con la "canonización", es guiado por el Espíritu Santo según la promesa de Jesucristo a la Iglesia de guiarla siempre (Cf. Jn 14:26, Mt 16:18). Podemos estar seguros que quien es canonizado es verdaderamente santo.
Los santos no tienen necesidad de ser declarados tales. Ellos no se benefician en nada por la declaración de su santidad ya que esta no añade ni quita nada a su felicidad en el cielo. Nosotros, la Iglesia peregrina en la tierra, sí se enriquece al tener modelos de santidad. Ellos no añaden ninguna doctrina nueva sino que nos ayudan a comprender el Evangelio y vivirlo. Es una gran riqueza conocer a nuestros hermanos que han vivido heroicamente la fe.