Cada vez es más común ver en los templos una pérdida de respeto más generalizada hacia las cosas sagradas. Los fieles que asisten al culto ya no “saben” cómo estar callados, cómo vestir, cómo comportarse. La mayoría de los templos más parecen mercados públicos, centros médicos, pasarelas de moda o pequeñas discotecas para aficionados, que lugares de culto donde se viva y palpe la presencia de Dios y de lo sagrado.
Conforme las personas van entrando en la iglesia se sienten obligados a saludar a todas las personas con las que se encuentran. Y no digamos cuando la celebración litúrgica acaba. Todo el mundo hablando, los niños corriendo, el sacerdote saludando a unos y otros; y el pobre que quiere dar gracias a Dios no encuentra ni un segundo de paz en lo que debería ser una casa de oración. Parece que se nos han olvidado las palabras del Señor: “Mi casa es casa de oración”. De vez en cuando se oye el “chizzz” de un alma piadosa. De momento se hace silencio que sólo dura unos segundos. Poco a poco el rumor de fondo va aumentando hasta que el ruido y la falta de respeto se hacen otra vez presentes.
Hay muchas personas, de las pocas que todavía van a Misa los domingos, que entran y salen de la iglesia (y que incluso han recibido la Comunión en esa Misa), que han hablado con todo el mundo menos con Dios.
“Pasados seis días, tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo solos a un monte alto y apartado y se transfiguró ante ellos”.
Las cosas maravillosas que pueden ocurrir entre cada uno de nosotros y Cristo sólo acontecen “estando en un monte alto y apartado”. Necesitamos estar a solas con Jesús. Dicho de otro modo, descubrir y practicar la oración de verdad. ¡Cuántas cosas maravillosas nos perdemos por no orar a solas con Jesús”
“Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como no los puede blanquear lavandero sobre la tierra”.
Jesús, hombre, no manifestaba a través de su cuerpo su divinidad, sino que más bien aparecía oculta, lo que se llama kenosis de Cristo. En esta ocasión, la gloria de su divinidad se manifestó corporalmente y algunos de los discípulos fueron capaces de contemplarlo.
Este miércoles pasado comenzábamos la Cuaresma con la celebración del Miércoles de Ceniza. Una celebración que nos recordaba la frugalidad de esta vida, la necesidad de estar en un permanente estado de conversión y la obligación de estar siempre preparados para entregar cuentas a Dios: “Recuerda que eres polvo y en polvo te has de convertir”
El Evangelio de este domingo anuncia como de pasada las tentaciones que Jesús sufrió en el desierto cuando, llevado por el Espíritu, estuvo durante cuarenta días haciendo ayuno y oración. Cuarenta días de preparación –como nuestra Cuaresma- para su misión pública, pasión y muerte en la cruz.
Y vino también a Él un leproso rogándole, e hincándose de rodillas, le dijo: "Si Tú quieres, puedes limpiarme". Jesús, compadeciéndose de él, extendió la mano, y tocándole, le dice: "Quiero; sé limpio". Y acabando de decir esto, al instante desapareció de él la lepra y quedó limpio. Y Jesús le despachó luego, conminándole y diciéndole: "Mira que no lo digas a nadie; pero ve, y preséntate al príncipe de los Sacerdotes, y ofrece por tu limpieza lo que Moisés mandó, para que esto les sirva de testimonio". Mas aquel hombre, así que salió, comenzó a publicar su curación, y a divulgarla por todas partes; de modo que ya no podía Jesús entrar manifiestamente en la ciudad, sino que andaba fuera por lugares solitarios, y acudían a El de todas partes”.
El leproso es escuchado por el Señor porque su oración cumple dos condiciones esenciales: humildad y fe. Este hombre se pone de rodillas ante Cristo y le suplica por su curación.
Es curioso que no le dice: “Señor, quiero que me cures” sino “Si quieres, puedes limpiarme”. Por supuesto que el enfermo deseaba ser curado, pero movido por la confianza, permite que sea el mismo Jesús quien tome la decisión de curarle o no. La actitud de Cristo no es otra que la que se puede esperar de quien nos ama: “Jesús, compadeciéndose de él…”
“En cuanto salieron de la sinagoga, fueron a la casa de Simón y de Andrés, con Santiago y Juan. La suegra de Simón estaba acostada con fiebre, y enseguida le hablaron de ella. Se acercó, la tomó de la mano y la levantó; le desapareció la fiebre y ella se puso a servirles. Al atardecer, cuando se había puesto el sol, comenzaron a llevarle a todos los enfermos y a los endemoniados. Y toda la ciudad se agolpaba en la puerta. Y curó a muchos que padecían diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios, y no les permitía hablar porque sabían quién era. De madrugada, todavía muy oscuro, se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí hacía oración. Salió a buscarle Simón y los que estaban con él, y cuando lo encontraron le dijeron: -Todos te buscan. Y les dijo: -Vámonos a otra parte, a las aldeas vecinas, para que predique también allí, porque para esto he venido. Y pasó por toda Galilea predicando en sus sinagogas y expulsando a los demonios.”
Este evangelio está plagado de detalles concretos de la vida del Señor. Nos vamos a limitar a enumerarlos pues se haría muy largo hablar de todos ellos.