El domingo pasado veíamos cómo los saduceos intentaban atrapar a Jesús para tener de qué acusarlo. Este domingo son los fariseos los que quieren atrapar a Jesús. Ante este rechazo habitual del hombre para aceptar a Cristo cabe preguntarse, ¿por qué le cuesta tanto al hombre aceptar a Cristo? ¿Por qué le es más fácil aceptar el mal y la mentira que el bien y la virtud? La respuesta es sólo una: la corrupción del corazón del hombre como consecuencia del pecado. Cuanto más empecatado está nuestro corazón, más sucio lo tiene, y como consecuencia le es más fácil aceptar las proposiciones del demonio que de Dios.
Cristo vino a cambiar esto. Él quiere cambiar el corazón del hombre desde dentro haciéndole una criatura nueva. Para ello le da su gracia a través del Espíritu Santo. Pero para ello, el hombre ha de dar el primer paso: arrepentirse y abrir su corazón a Cristo. Sin este primer paso, Cristo tiene las puertas cerradas y no tiene acceso a nosotros.
El que se arrepiente y abre su corazón a Jesús, se encuentra ante un mundo nuevo; un mundo de libertad, alegría, gracia –ya para esta vida-, y luego la felicidad eterna en la vida venidera.
1.- Una vez más vemos cómo los fariseos intentan atrapar al Señor. Se acercan a Jesús con la aparente buena intención de oír su opinión respecto a temas trascendentales, pero en realidad no desean escucharlo sino acabar con Él.
Para escuchar al Señor, lo primero que necesitamos es rectitud de intención. Poco sacaremos en nuestra oración si no vamos a orar buscándole realmente a Él sino intentando conseguir gracias para satisfacer nuestras propias necesidades. El auténtico amor se preocupa más de dar que de recibir.
Lo mismo ocurre cuando nos acercamos a los demás. ¡En cuántas ocasiones ya vamos con ideas preconcebidas! O lo único que queremos es que nos ayuden, escuchen…, pero no mostrar realmente nuestro amor y nuestro deseo de ayudar, comprender…
2.- Hasta los mismos fariseos reconocían muy a su pesar una serie cualidades en Jesús: “Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza…” aunque en este caso tantas alabanzas no procedían de un corazón limpio, sino como resultado de intereses torcidos y egoístas.
¡Cuántas veces también nosotros proferimos alabanzas a otras personas pero nuestro corazón no es recto! Somos más bien sepulcros blanqueados, buscamos intereses ocultos. A veces incluso tantas alabanzas a otras personas lo único que pretenden es hacerles daño, reírse de ellas…
En la parábola de los invitados que rechazan ir a la boda vemos uno de los misterios del corazón del hombre más difíciles de explicar: El hombre, creado por Dios, prefiere darle la espalda a su Creador para vivir su propia vida.
Dios solo quiere que el hombre sea feliz. Le ha enseñado muchos modos (a través de los profetas, e incluso de su propio Hijo) para conseguirlo; pero el hombre quiere buscar otros caminos “más fáciles” para lograr “su felicidad”. El Señor nos ha dicho muchas veces que lo mejor es seguirle, cargar con su cruz… (“Yo soy el camino, la verdad y la vida. El que me sigue no anda en tinieblas”), pero el hombre, cegado por la soberbia y el pecado, prefiere escuchar antes al Demonio que a su Creador.
Cuando el hombre toma la decisión de elegir su propio camino (= darle la espalda a su Creador), muchas veces lo hace sin ser plenamente consciente de lo que hace, aunque no por ello deja de ser culpable. En realidad se ha dejado engañar por el Demonio.
«Escuchad otra parábola. Era un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores y se ausentó. Cuando llegó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores agarraron a los siervos, y a uno le golpearon, a otro le mataron, a otro le apedrearon. De nuevo envió otros siervos en mayor número que los primeros; pero los trataron de la misma manera. Finalmente les envió a su hijo, diciendo: "A mi hijo le respetarán." Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre sí: "Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia." Y agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron. Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?» Dícenle: «A esos miserables les dará una muerte miserable arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo.» Y Jesús les dice: «¿No habéis leído nunca en las Escrituras: La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido; fue el Señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos? Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos.»
En multitud de ocasiones el Señor nos recuerda a los hombres una idea similar a la que se presenta en esta parábola (parábola de los talentos, parábola de las minas, parábola de los invitados a las bodas…): Dios creó al hombre y le entregó este mundo para que lo administrara. El hombre en lugar de servir a su Señor, se olvidó de Él y convirtió este mundo, que no era suyo, en su propio paraíso. Para ello, le dio la espalda a su Señor, se olvidó de sus mandamientos y se fabricó una vida buscando sus propios intereses y placeres.
El evangelio de hoy nos cuenta la historia de un hombre que tenía dos hijos. Llamando al mayor le dijo que fuera a trabajar a la viña. Este le respondió que iría; pero luego no fue. Más tarde le dijo lo mismo al hijo pequeño. Este se negó en un principio, pero luego se arrepintió y fue.
Valiéndose de esta sencilla parábola el Señor nos transmite una enseñanza muy actual. No basta con decir que uno cree en Dios; también hay que cumplir sus mandamientos. El Señor prefiere a aquella persona que si le ha ofendido se arrepiente y cumple su voluntad, a aquél que le promete ser fiel, pero luego no lo es.
¡Cuántas veces hemos oído: “yo creo en Dios, pero que no se meta en mis cosas”! Ya sabemos lo que dice el apóstol Santiago: “Una fe sin obras es una fe muerte”. Es decir, una persona que dice creer en Dios, pero luego no cumple sus mandamientos, es en realidad un enemigo de Dios. El hombre de hoy día no sólo se ha olvidado de Dios sino que le ha dado claramente la espalda. Eso sí, espera ser contado entre los que entren en el Reino de los Cielos; o al menos cree que no merece el castigo del infierno, pues “no mata ni roba”.
El evangelio de hoy también nos recuerda otra verdad que tendemos a olvidar. Dios es nuestro Señor (y así le llamamos). Eso indica, pues es nuestro señor, que tiene poder sobre nosotros (por eso tenemos que obedecer sus mandamientos).